El Acuerdo Final de Paz y el Ordenamiento Territorial del Estado

Por: Jerónimo Samper Salazar*

El tema que hoy merece la mayor atención de los colombianos y que también resulta de mucho interés para el mundo, por tratarse de un asunto largamente esperado por todos y que traerá, contra lo que casi nadie creía, la finalización del conflicto armado prolongado durante más de cinco décadas de nuestra historia y que hoy se materializa en un documento que contiene el “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera” en Colombia, tiene aspectos importantes que se relacionan con el Ordenamiento Territorial del Estado.

Respecto de ello, quiero hacer referencia muy general apenas a algunos de ellos, que hacen parte del marco que inspira el Acuerdo y que considero muy relevantes para su posterior implementación, reglamentación y ejecución.

Por un lado, se trata, como su propia dimensión lo comprueba, de un compendio de asuntos cuya implementación y éxito posible dependerá de la actuación desplegada con esos fines por las “partes” que lo suscriben: el gobierno nacional y las FARC-EP. Pero, obviamente, se trata de asuntos que involucrarán, necesariamente, los esfuerzos de muchas personas, estamentos, instituciones y, lo más importante, los aportes de todos los ciudadanos que deseen que sus objetivos se conviertan en realidad, en los tiempos previstos para ello y mediante los instrumentos que se logren disponer con ese propósito.

Sin embargo, el hecho de que haya sido un Acuerdo suscrito por el gobierno nacional y las FARC-EP significa que las responsabilidades que se derivan de él, en primera instancia, correspondan a la gestión y deberes concertados entre ellos y esto se refleja en la expresión extensiva en el documento acerca de los compromisos adquiridos por la “nación” o por el propio “gobierno nacional”, por un lado, y por las FARC-EP por el otro. Es apenas natural que así sea, pues al fin y al cabo se trata de un conjunto de asuntos por ellos acordados.

Esto hace reflexionar, en primera instancia, acerca de la concepción que inspira este Acuerdo en cuanto a que sus preceptos y supuestos políticos han sido enunciados para el cumplimiento de objetivos en un país, en lo fundamental, fundado en un Estado centralista o unitario, si se prefiere, y que el “enfoque territorial”  de ello será, en principio, una cuestión que deba provenir del esfuerzo nacional mismo para su efectiva realización.

Es en cuanto a dicho “enfoque territorial” que aparecen relacionados varios asuntos que tratar.

En la página 4 del Acuerdo, publicado oficialmente por la dirección electrónica de la página web correspondiente (www.acuerdodepaz.gov.co), se dice:

“El enfoque territorial del Acuerdo supone reconocer y tener en cuenta las necesidades, características y particularidades económicas, culturales y sociales de los territorios y las comunidades, garantizando la sostenibilidad socio-ambiental; y procurar implementar las diferentes medidas de manera integral y coordinada, con la participación activa de la ciudadanía. La implementación se hará desde las regiones y territorios y con la participación de las autoridades territoriales y los diferentes sectores de la sociedad”.

Esta es una afirmación que se refiere, sin duda, a que el Estado debe procurar la consolidación de una estructura territorial que asegure un desenvolvimiento descentralizado de su autoridad, extendida a lo largo y ancho del país, pues no de otra forma puede entenderse que se produzca el reconocimiento y atención de las necesidades y particularidades a que se hace mención, ni el involucramiento de la ciudadanía en las decisiones que a ella misma le conciernen.

Así no sea concreta la expresión de lo que se entenderá por “regiones” o “territorios”, habrá que presumir que se trata de las actuales entidades territoriales, pues es la definición más próxima a ello y entonces sí estamos hablando acerca del Ordenamiento Territorial del Estado, o de la organización de éste hacia el interior de la Nación y al despliegue de sus fines, deberes y atributos en toda su extensión.

Parece entonces que el párrafo contiene un criterio descentralista en esto, pero igual podría decirse que el Acuerdo no está advirtiendo otra cosa diferente a lo que ya existe y que, seguramente, no ha sido posible aún implementar adecuadamente y es eso mismo, la descentralización y, para ir un poco más lejos aún, la autonomíamisma de las entidades territoriales.

O sea que pareciera que la disputa de hace tantos lustros y que igualmente estaría en el trasfondo del conflicto armado, girara en buena parte alrededor del fracaso de un esquema centralista exacerbado del país, que le permite afirmar al Acuerdo, en otro aparte, lo que habla por sí solo:

“…que el eje central de la paz es impulsar la presencia y la acción eficaz del Estado en todo el territorio nacional, en especial en múltiples regiones doblegadas hoy por el abandono, por la carencia de una función pública eficaz y por los efectos del mismo conflicto armado interno; que es meta esencial de la reconciliación nacional la construcción de un nuevo paradigma del desarrollo y bienestar territorial para beneficio de amplios sectores de la población hasta ahora víctima de la exclusión y la desesperanza”.

Aquí hay que hacer una necesaria referencia a la ley orgánica de ordenamiento territorial y es porque la ley 1454 de 2011, por la cual se dictan normas orgánicas sobre ordenamiento territorial y se modifican otras disposiciones”, a pesar de haber sido un esfuerzo importante en lo que concierne a aspectos de integración entre los varios niveles territoriales y en la definición de la distribución de algunas competencias entre la Nación y las entidades territoriales, dejó de lado materias claves, entre otras:

La definición de las condiciones para la conformación de las regiones como  nuevas entidades territoriales (varios departamentos unidos para constituirlas) y de las Regiones Administrativas y de Planificación que debían precederlas, así como de las provincias (aunque se considere que éstas pueden ser objeto de una ley ordinaria); tampoco incluyó aquellas respecto de las entidades territoriales indígenas, lo que tuvo que esperar a la reglamentación posterior del Decreto 1953 de 2014, que de todas maneras se dictó en sustitución provisional de dichas normas.

En cierta medida, también desdibujó el espíritu con que había sido concebida la Comisión de Ordenamiento Territorial desde la Asamblea Constituyente de 1991 y que esperaba ratificación legal para su permanencia, creando además Comisiones a nivel departamental y municipal que no tienen igual relevancia y, en general, se expidió bajo el espectro de un carácter orgánico que finalmente no alcanzó a tener del todo, lo que pospuso, de nuevo, el régimen de esa índole consagrado por la Constitución.

Es posible que el panorama que ahora se abre, gracias al Acuerdo de Paz, permita también reabrir el tema de la ley orgánica de ordenamiento territorial, para sortear debidamente el proceso de reajuste necesario de la organización territorial del Estado para su mejor implementación. Estaremos especialmente atentos a ello.

Lo que nos lleva a otro capítulo del Acuerdo, cuyo propósito es el de promover la “Reforma Rural Integral (RRI)”,dentro de cuyos principios se incluye, de nuevo, el de la “presencia del Estado” definido en estos términos:

“Para la construcción de una paz estable y duradera la presencia del Estado en el territorio rural será amplia y eficaz, y se expresará en el cumplimiento de los derechos de todos los ciudadanos y ciudadanas en democracia”.

Es decir, se reitera una de las máximas del caso, la de la necesidad de asegurar la presencia del Estado en todo el territorio del Estado, aunque el énfasis del Acuerdo se encuentre en el ámbito rural y esto significa, a todas luces, que la organización territorial del Estado debe servirle a ese propósito fundamental, lo que podría hacerse a través de mecanismos de descentralización, aunque yo prefiero hablar del reconocimiento del poder público en todo el territorio del país, como núcleo esencial de la existencia del Estado en cualquiera de sus partes, pero bajo la premisa de la unidad constituyente del mismo, pues éste no debe estar desarticulado de tal forma que admitiéramos la posibilidad de “separatismos” que dividieran al país en tantas partes cuantos intereses locales o regionales se fueran presentando.

El objetivo de lograr las finalidades de la Reforma Rural Integral (RRI) tendrá como uno de sus instrumentos básicos el de la ejecución de los Planes  de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Estos tendrán como objetivo “lograr la transformación estructural del campo, y un relacionamiento equitativo entre el campo y la ciudad” y, entre aquellos propósitos que busca asegurar se encuentra el del “desarrollo y la integración de las regiones abandonadas y golpeadas por el conflicto, implementando inversiones públicas progresivas, concertadas con las comunidades, con el fin de lograr la convergencia entre la calidad de vida rural y urbana, y fortalecer los encadenamientos entre la ciudad y el campo”.

Llama la atención este punto, pues en el contexto de la planeación, no debe existir una frontera tajante entre campo y ciudad y el concepto mismo de municipio debe entenderse conformado por áreas urbanas y rurales y el conjunto de sus límites territoriales, llamados también usualmente “términos municipales” debe ser objeto de una planeación integral.

En este sentido, lo “rural” es parte integral de los municipios y no se puede afirmar que alguna porción del territorio colombiano se encuentre por fuera de los límites de algún municipio en particular.

Sin embargo, es importante apreciar que lo que está ahora sobre la mesa es la necesidad de integrar adecuadamente el instrumento de los PDETs con el de los POTs (en sus diversas expresiones y dimensiones) y que, quizá, estemos ante una nueva perspectiva del asunto, que pueda prestarse para invertir el enfoque usual de éstos últimos, en dos sentidos:

Uno, el que permita una simplificación necesaria y muy útil para los aproximadamente mil cien municipios que no hacen parte de la red de los grandes centros urbanos del país y cuyas condiciones no logran adaptarse a las exigencias de una “técnica de ordenamiento territorial” muy sofisticada para ellos, dispuesta por la ley 388 de 1997 y que requieren, más bien, de instrumentos más prácticos de planeación integral.

Otro, el que sirva a los propósitos de  configurar una planeación que se origine en un concepto de “ruralidad” y que enfatice en ella para caracterizar mejor a esos mismos municipios, asegurándoles un papel fundamental en la estructura socio-ambiental global del país y como despensas alimenticias de las zonas urbanas aledañas, lo que significará darles una relevancia especial en el contexto del desarrollo económico y social de la nación, destacando además sus vocaciones culturales.

Esto implicará un re-enfoque sustancial de las políticas hasta ahora establecidas en el marco del desarrollo “sostenible” del país, que ha favorecido una opción primordialmente sesgada y que visualiza la planeación desde la ciudad y hacia el campo y pueda comenzar a aplicarse una desde el campo hacia la ciudad, para integrar al primero en función de las necesidades eco-sistémicas de la última, cosa que no se ha intentado aún.

El discurso ha sido, hasta ahora, el de tratar el fenómeno de la “urbanización” creciente y aparentemente inatajable del país. Ahora, por fuerza misma de los acontecimientos que “despejan” el país y lo dejan al arbitrio de la paz y no de la guerra, deberíamos pensar en lo contrario: favorecer la nueva política de “ruralización” que produzca, justamente, el efecto deseado de evitar el crecimiento desmesurado de nuestras ciudades, generando condiciones que aminoren los desequilibrios regionales de la economía.

¡Qué bien le cae esto al país!       

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Tomado de: Portafolio 

Autor:  Jerónimo Samper Salazar*

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